12/3/17

Lubbock. Juarez. Berlín.



People tell me it’s country music, and I ask, “which country?”
– Terry Allen


En 1961, cuando el rock&roll parecía destinado a convertirse en otra moda pasajera tras la muerte de Buddy Holly, el Instituto Monterey de Lubbock se preparaba para organizar su concurso anual de talentos. Terry Allen y David Box, dos chavales a punto de alcanzar la mayoría de edad, parecían no haberse dado por aludidos y el día de los ensayos se presentaron con una versión a piano y guitarra de un tema de los Crickets de Holly -o de Bo Diddley, según quién cuente la historia-. Quizás ninguno de sus profesores conocía la música del rockero más famoso de la ciudad o simplemente a nadie parecía importarle ya el “poder corruptor” del rock&roll -al fin y al cabo era agua pasada, el sonido de los años cincuenta-, pero los dos adolescentes lograron que sus nombres acabaran en el cartel de la velada. Finalmente y sin previo aviso, la pareja decidió cambiar el repertorio de su actuación en el último minuto e interpretar una canción de cosecha propia titulada Roman Orgy. La osadía les costaría a ambos tres días de suspensión. También brindaría a Terry Allen su primera lección en el mundo del arte: no hay nada más provocador que hacerlo tú mismo.

Poco más se supo de Box tras aquella travesura de instituto, pero cuatro años más tarde Allen, decidido a seguir dándole una oportunidad a su carrera como artista, hacía su debut televisivo en el programa musical Shindig!. Allí, en un episodio en el que también participaría gente como Marianne Faithfull o Billie Preston, el joven músico interpretaría al piano las dos únicas canciones que sabía tocar: St. Louis Blues -la composición que su madre le había enseñado de pequeño- y aquella canción de Buddy Holly que nunca sonó en el concurso de talentos de 1961 del Instituto Monterey. Más allá del repertorio, obsoleto para una América que ya había conocido a los Beatles, los Rolling o al Dylan eléctrico, lo que chocó a los espectadores de aquel programa fue que el joven debutante hiciera sonar un kazoo a modo de solo en mitad de la canción. Definitivamente el artista de Lubbock no encajaba en los estándares de la época.

Decepcionado o simplemente demasiado ocupado con su vida académica en el College Arts Institute de California, Allen no volvería a entrar en contacto con la industria musical hasta diez años después. Concretamente en 1975, año en el que se editaría uno de los debuts más enigmáticos de la música norteamericana. Juarez, título de aquel ciclo de canciones que a ratos se asemeja a una obra teatral, volvía a mostrar la capacidad del tejano para romper con los cánones de la época. Aunque con formas de country forajido, la mayor parte del disco se sostiene sobre las notas oscuras del piano de Allen. A ratos recuerda a Randy Newman, pero también a cualquier tugurio cerca de la línea que separa Texas y Méjico. Ry Cooder se deja notar entre sus surcos, también el Neil Young de Tonight's The Night y Time Fades Away. Juarez tiene mucho de desolador, de ese aspecto noir que impregna la trilogía de la cuneta del canadiense. Tanto que uno no puede evitar recordar el Berlín sepia de Lou Reed cada vez que escucha la historia de esos cuatro personajes que vagan sin rumbo sobre el filo de la frontera. En Juarez, como en el célebre disco de Lou, hay cabaret y sexo, violencia y esa tristeza que permanece tras los días de lluvia.

Lo cierto es que a mediados de los setenta el country ya había entrado en contacto con este tipo de trucos cinematográficos -sin ir más lejos, Willie Nelson había editado hace apenas un año su propio ciclo de canciones bajo el nombre de Red Headed Stranger-. Sin embargo el álbum de Allen llevaba la apuesta un paso más allá. Quizás tanto que le condenaba de manera casi inmediata al cajón de artistas de culto. Para empezar el disco de Nelson se centraba en un protagonista estereotípico -un enamorado que se da a la fuga tras matar a su mujer y al amante de esta-, mientras que el relato de Allen contaba con cuatro protagonistas a cada cual más inadaptado -un marinero y una prostituta, un pachuco y su novia-. Para romper más el hechizo, el autor de Juarez deslizaba el final de la historia nada más comenzar el álbum y el clímax era resuelto en apenas un par de versos. Seamos honestos: ningún productor de Hollywood en su sano juicio contrataría a Allen como guionista de una de sus películas.

Juarez, por contra, siempre tuvo más de cómic underground. De alguna manera se podía disfrutar como una colección de viñetas que Allen trazaba de manera sobria con su piano. También como una pieza teatral -de hecho, años después de David Byrne ayudaría a levantar una adaptación dramática del disco-. Una historia contada desde múltiples perspectivas en el que los personajes carecen de rostro, como fantasmas a la carrera que terminan mojados en sangre y sexo. El desierto sirve de escenario la mayor parte del tiempo. También la carretera, que se convierte en la verdadera protagonista de la trama. Eso sí, no esperen encontrarse con una soleada Autopista 66 fundiéndose en el horizonte. En Juarez el asfalto se asemeja más a una suerte de línea oscura, imperceptible, sobre la que los protagonistas caminan como si tratara de un alambre. Es ese frágil equilibrio el que hace que todo parezca en suspenso, desenrollándose como un poema de Allen Ginsberg, una película de Terrence Malick o una novela de Cormac McCarthy.


“Sailor y Alice encarnan de alguna manera una época de inocencia, casi como los cincuenta, y Jabo y Chic son definitivamente personajes de los sesenta, y todos terminan cruzándose. También pienso que todos están fuera de lugar: el marinero está fuera del agua, la prostituta siempre está intentando ir a otro sitio, Jabo “va al norte para ir al sur” y Chic es un elemento misterioso, porque ella sólo está ahí por el viaje. Pero todo estas cosas están en constante movimiento y en constante colisión unas con otras”, aseguraba Allen en una entrevista. Llegados a este punto no está de más decir que la historia de estos cuatro personajes acaba en tragedia. El encuentro de ambas parejas termina con el marinero y la prostituta bajo tierra (¿el final de la inocencia de los cincuenta?) y la pareja formada por Jabo y Chic a la fuga, rumbo a Juarez. Por supuesto Allen nunca cuenta si estos alcanzan su destino. Tampoco los motivos que les llevan a acabar con la vida del marinero y Alice. La historia -rica en detalles en algunos tramos, apenas sugerida en otros- termina convertida en un boceto, unas cuantas líneas de fuga que se cruzan en mitad de la llanura tejana. Allí el autor plasma con maestría ese ambiente claustrofóbico de la frontera, lleno de sueños que apuntan hacia el sur, atada al rígido conservadurismo de Texas, el antiguo estado confederado.

En parte uno no puede evitar pensar que, a pesar de lo alocado del asunto, Juarez recoge mucho de los elementos autobiográficos de la vida de Allen. De vocación artística y académica, la línea que separa Estados Unidos de México siempre fue un elemento de fascinación para el artista. Un mito que el rock&roll, siempre en busca de nuevos maneras de morder la conciencia, no desaprovechó. Tampoco el cine, que convirtió México en la única salida para asesinos, ladrones y forajidos. Ambos moldearían los sueños de toda una generación de adolescentes americanos. También los de Terry Allen, que en cuanto cumplió la mayoría de edad se largó de Lubbock. No acabó en el lado sur de la frontera, sino en Los Ángeles, donde se convertiría en uno de los artistas audiovisuales más respetados del circuito estadounidense. Sin embargo, Lubbock y la frontera, como los personajes fantasmagóricos de Juarez, regresarían una y otra vez a su obra. En 1978 Allen dedicaría su segundo álbum a su ciudad de origen, recibiendo cierta repercusión cuando una versión de Amarillo Highway, la canción que lo abría, fue incluida en un álbum de Bobby Bare. Migajas. Ni Juarez ni Lubbock (on everything) -título de este segundo trabajo- sonarían más allá de los círculos underground del country forajido.

Un dato. En su primera tirada el debut de Allen apenas alcanzaría la irrisoria cifra de cincuenta copias, aunque los afortunados que se hicieron con ellas recibieron como recompensa una serie de litografías realizadas por el propio autor. Meses después el álbum ganaría una segunda edición, esta vez a cargo de una discográfica. De nuevo la tirada se limitaba a las mil copias. Tan sólo la reciente reedición por parte de Paradise of Bachelors ha logrado sacar a Juarez del baúl de las reliquias. Al menos en lo que se refiere al ámbito musical. A la adaptación teatral ya mencionada a cargo de David Byrne, hay que unirle una versión radiofónica para la NPR americana y una dirigida por el propio Allen en la que se incluían esculturas e instalaciones audiovisuales. De alguna manera ese aspecto inacabado del álbum original, casi amateur, ha permitido que la historia que cuenta Juarez nunca se agote. Más allá de ser un simple disco o un relato musicado, el ciclo de canciones del tejano ha terminado mutando en enigma, puzzle en el que plasmar la violencia, el miedo y la libertad que mueven el sueño americano. Visto así, Juarez tiene mucho de western crepuscular, relato digno de una cinta de Sam Peckinpah. Es la misma historia contada mil y una veces -la huída-, aunque con una vuelta de tuerca de más. Una suerte de corrido musical que fascina por sus personajes, pero también por esa manera tan única de narrar de Allen.

Con su debut el artista lograría fotografiar como pocos esa línea imaginaria que separa Estados Unidos de México. El sentimiento que quema dentro del corazón de cualquier adolescente: huir y no mirar atrás. El rock&roll. Las carreras de coches. Largarse de la ciudad -como el propio Allen definiría, medio en obra, medio en serio, al arte-. Él, que tuvo que abandonar el yugo de Texas para labrarse una historia como artista, terminaría regresando a Lubbock años después, decidido a saldar una deuda pendiente. No lo lograría. Rechazado, quemado por la cerrazón sureña, el músico haría el camino de vuelta a Los Ángeles meses después, donde a día de hoy sigue residiendo y desarrollando su obra. Una de sus últimas creaciones, Road Angel, reproduce a tamaño real su primer coche, un Chevy de la época en la que grabó Juarez. En él, la rueda delantera del conductor ha sido sustituida por un altavoz del que salen escupidas canciones de Rodney Crowell y Steve Earle, versiones del Racing In The Street de Springsteen y un poema que lleva por título Vehicular Ventricle. También se puede escuchar una composición del hijo de Allen, que incluye la que posiblemente sea la mejor definición del arte de Neil Young jamás dicha: “Neil Young on the radio playing guitar sounds just like the way I drive my car”. Como el padre, Bale Allen ha aprendido la lección: no hay mejor canción que aquella que sirve de banda sonora a un viaje en carretera.


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